miércoles, 13 de octubre de 2010

BANDAS DE CULTO III.- PIXIES: HERMANITA VEN CONMIGO, A DÓNDE NO HAY SUFRIMIENTO



Por Neto Ramone

A finales de los años ochenta, sin internet (casi casi a la luz de las velas), los discos de Pixies se te escondían en la ciudad (¿por la magia los traviesos aluxes yucatecos?). A los Pixies llegabas por recomendación auditiva o por accidente-casualidad, ninguna corporación los promovía. Eran difíciles de localizar: como el bello canto de una alondra refugiada en lo más profundo del bosque.

Antes del monopolio de las tiendas Mixup (para variar, propiedad de Carlos Slim), había unos Discos Zorba, que editaron una Agenda 1990, llegada a mis manos en diciembre de 1989 como un regalo de mi amiga Cuapio: yo tenía 14 años y la agenda fue una verdadera guía espiritual. En ella venía una brevísima reseña de Pixies, que por supuesto despertaron mi curiosidad, satisfecha en un puesto del Tianguis del Chopo con la adquisición de un casset pirata de 90 minutos con dos gemas: los álbums “Come on Pilgrim” y el “Surfer Rosa”.

Lo confieso: al principio oculte mi afición por los Pixies. Era socialmente inadmisible que un metalero disfrutara de esas “melodías”. Si el consumo rockero era colectivo y te homologaba en los conciertos, a los Pixies los coloqué en una intimidad infranqueable: un pollito debajo del ala de su jefecita la gallina.

En la prepa, me la pasaba sentado en los muros bajos de los pasillos del CCH Naucalpan, y en las horas muertas ponía en el viejo walkman de pilas ese casset de los Pixies, y con la anuencia de la Señora Juana (mejor conocida como Doña Pelos, la del 4-bis), sentía como los párpados se volvían gafas y los sentidos se agudizaban, y el calor del sol y los vientos ligeros me acariciaban, y las canciones endulzaban y entrabas instantáneamente en comunión con esa banda de Boston, como si te mecieras en una hamaca bajo la sombra de una palmera en la Playa Inmortalidad. Los Pixies fueron una caja de crayolas que use para colorear la grisura del papel estraza de mi entorno suburbano naucalpense.

sábado, 2 de octubre de 2010

BANDAS DE CULTO II.- BODY COUNT: CUANDO EL RACISMO BLANCO SE TOPO CON EL PODER NEGRO



Por Neto Ramone

Malcom X le objetaba a Martin Luther King su pacifismo: “el reverendo plantea que si te golpean pongas la otra mejilla, nosotros planteamos que si te golpean respondas”. Malcom X pensaba por supuesto en una respuesta política organizada. El Partido de los Panteras Negras, originarios de Oakland, fueron el grupo más consecuente y con mayor perspectiva política después de Malcom X: la más lúcida manifestación de la dignidad afroamericana.

Tres décadas después los negros no pusieron la otra mejilla, respondieron, pero sin organización, sin ideologías, sin líderes ni referencias históricas, guiados única y exclusivamente por la ira y la indignación. No iban a ninguna parte, respondieron con excesos, rapiña, incendios, violencia y homicidios. No era el derrotero, por supuesto, que querían Malcom X o los Panteras Negras: era el efecto y la consecuencia del racismo blanco.

La rabia explotó el 29 de abril de 1992 en el sur de Los Ángeles. Cuando un jurado blanco absolvió a cuatro policías que habían golpeado salvajemente a un ciudadano indefenso negro, la población negra, harta del desempleo, cansados del maltrato de los tenderos coreanos, fastidiados de la impunidad y corrupción del poder blanco, salieron a las calles y golpearon a transeúntes y automovilistas blancos, hicieron huir a la policía, saquearon comercios y los incendiaron. La Guardia Nacional tuvo que enviar tropas, más de cuatro mil efectivos, para controlar la situación después de cuatros días de caos.

Un mes antes de éstos acontecimientos, una banda de heavy metal había previsto la batalla: Body Count. La banda angelina, lidereada por Ice T, compuso un tema paradigmático: “Cop Killer”. El policía: ese representante repulsivo del poder, la corrupción por antonomasia, el personaje público más defenestrado y aborrecido por los ciudadanos de a pie. Culparon a Body Count de incitar la violencia: que errados estaban. Ice T sólo tuvo claridad de miras; la culpa era del sistema: del racismo blanco, de Bush padre que llevó a sus jóvenes a morir en Irak y en su país los relegaba al desempleo, de una sociedad “modelo” enferma del cáncer del racismo.

Lo extraordinario de Body Count era que estaba integrada exclusivamente por negros, cuando el metal era monopolio de blancos. No fueron los primeros ni los únicos, pero si los más representativos: Body Count tiene el gran mérito de haberles arrebatado a los blancos la exclusividad del género. Un ejercicio artístico provocativo y temerario: no usaron el hip hop, que Ice T dominaba magistralmente y era pionero en su creación y desarrollo; lo hicieron con las armas culturales de los blancos, y lo hicieron con maestría y pulcritud.

El metal se autolimito adjudicándose el papel contestatario al cristianismo, ideológicamente encarno una rebeldía fofa, con Satanás convertido en una deidad igual de desacreditada que su adversario Jesucristo. El tema tuvo pocas variantes, y la Maldad dejó de serlo por repetitiva. Body Count vino a rediseñar el mapa: no más diablos oníricos, el infierno lo tenemos aquí y ahora, con policías racistas, un sistema de justicia que se vende al mejor postor y el gobierno de Bush en perpetúa guerra contra el pueblo afroamericano.

Pasada la violencia de abril de 1992 en Los Ángeles, muchas bandas de rock compusieron canciones y armaron discos inspirándose en los hechos. Entre lo mejor, el trabajo de Rage Against the Machine. Sin restarles méritos, todos trabajaron su material después de los eventos, cuando Body Count lo hizo antes. Es decir, se anticipo, siendo el reflejo de las pulsaciones de disidencia que hervían en la sangre afroamericana, y esa sublimación artística de un sentimiento social no cualquiera lo logra.

lunes, 27 de septiembre de 2010

BANDAS DE CULTO I.- NIRVANA DE KURT COBAIN: ES MEJOR QUEMARSE QUE APAGARSE LENTAMENTE


Por Neto Ramone

Con tu partida el rock se volvió agua: incoloro, inodoro e insípido. Te largaste y el rock se volvió ascéptico, precisamente lo que más detestabas.

Creíamos ser el anticristo oyendo trash metal con letras satánicas que de tan horrorosas eran inofensivas e inverosímiles, y de pronto, llegaste. Todavía me acuerdo cuando oímos esa canción que nos dejo bien pendejos:“Rape me, rape me my friend…”. Esa línea nos alteró más que todas las caguamas de cerveza que ingerimos todos esos años. Jóvenes con tendencias depresivas, nos cagamos de la risa cuando te burlaste de esa patraña reumática llamada Axl Rose (un mamón que por fortuna ya casi ni quien se acuerde de él). Nadie se enojo cuando supimos que ya no te gustaba cantar “Smells like teen spirit”: la tele y la radio le estaban arrebatando el alma a la canción y tú la defendiste sabiamente con el silencio.

Antítesis del rock corporativo, fuiste una lija sucia de plomero en la superficie de terciopelo barato de la Estética Unisex MTV. Acabaste con nuestra monotonía y homogeneidad: sólo vestíamos de negro para espantar al panteonero, y contigo nos enteramos que eso no importaba, se valía el color y la holgura como sinónimo de fachudez pues lo trascendente es la actitud, no el uniforme. Ya estoy bien ruco y todavía me descubro usando camisas de felpa de cuadritos: uta!, espero no parecerme a esos dones obsoletos con mostacho y mocasines lustrados y una playera de algodón fajada de los Rolling que dibuja con singular alegría la panzota chelera, pero eso sí, siguen reclamando satisfacción.

Andaba por los dulces dieciséis cuando escuche “Lounge Act”, “Aneurysm”, "Pennyroyal tea", ladrillos recocidos recién salidos del horno que mutarian en Templos de la Sagrada Familia del Rock, para beneplácito de tu apócrifo padrasto Gaudí. Kurt: no querías ser un héroe, aunque lo terminaste siendo, porque esas rolas son la impronta de nuestras vidas.

jueves, 5 de agosto de 2010

UN ADOLESCENTE EN LA PENSIL


Por Ernesto Armendáriz Ramírez

Todos los días a las 6:30 de la mañana, junto a obreros y empleados, cientos de adolescentes, ateridos de frío, cruzábamos del Estado de México al Distrito Federal a través de la falsa garita del Toreo de Cuatro Caminos, hoy en día demolido.

Imaginen cómo estaba de destruida la infraestructura educativa en los municipios conurbados al D.F. a finales de los ochentas, que nuestras madres y padres, en esa búsqueda innata por darle lo mejor a sus vástagos, nos inscribían en la Secundaria Técnica No. 26, ubicada en Lago Ness, en el corazón de la colonia Pensil, barrio bravo y charanguero vecino de Tacuba, con su eterna fama de colonia ruda por las viejas historias delincuenciales de la calle Casa Amarilla.

La violencia no sólo era la elemental que se da en todas las escuelas secundarias, con pleitos a la salida. La violencia iba más allá: ¿Por qué nadie le advirtió a Bernabé que era un riesgo cargar con esa grabadora enorme de doble bocina y doble casetera para que la arreglara el maestro de electrónica? Dos fulanos lo esperaron a la salida y, en plena puerta de la secundaria, Bernabé fue golpeado a puñetazos en el rostro y el pecho para que soltara esa grabadora que, extraordinariamente, siempre aferró con sus manos. ¿Por qué todos los que estábamos a su alrededor no le ayudamos? Porque estábamos muertos de miedo, paralizados ante la exhibición de violencia contra un niño de 13 años. Había que convivir con esta violencia del barrio y caminar en bola era la mejor defensa.

Pero nunca ese temor a que te robaran el pasaje, los tenis o la chamarra fue lo suficientemente grande como para suprimir las carcajadas, ser burlón como estilo de vida, tener talento para poner apodos exitosos que circulaban a la velocidad de la luz, el jugar infatigablemente básquetbol, la magia del enamoramiento y el descubrimiento de la mujer. Pues si hay una etapa alegre, ésa es la adolescencia; aún con todo un contexto socioeconómico en contra, éramos una bola de mozalbetes sanos y felices, enamorados y dicharacheros: cábulas hasta el tuétano.

Orgullosos “cucarachos” por nuestro suéter café, siempre fue explícito nuestro desprecio por las secundarias diurnas colmadas de “nopales”, esos seres tristes y ópacos de suéter verde (supongo que ellos opinaban lo mismo de nosotros). En la Avenida México-Tacuba, muy cerca del Metro Normal, está un pequeño local de uniformes marca “El General”, a donde nuestras abnegadas madres nos llevaron, seguramente después de ahorrar bajo el colchón, para comprarnos nuestra chazarilla y aquel suéter cuyo olor a tela nueva aún retengo en la memoria.

Para las pintas, fue un regalo de la vida tener a dos estaciones de metro el parque más grande de todo el Distrito Federal: Chapultepec. Empaparte en las fuentes era inevitable, pero que te tiraran al lago era una verdadera pesadilla. El agua estancada y verdosa producía un apeste insoportable cuando la ropa se secaba. Y ahí tienen al Calambres, víctima de una caída en las lanchas, oliendo a charco de agua podrida en medio de un camión atestado, con el calor de las dos de la tarde y la risa despiadada de docenas de escolapios adolescentes.

La música salsa impregnaba el ambiente de la Pensil, y mientras se oía “El gran barón” o “La chica del pelo marrón”, la Trabajadora Social de la escuela, fiel a su rol histórico de malvada que le tocó representar en la vida, apodada la Borrega por sus párpados caídos y sus bucles de rubio hechizo, te mandaba reprimir a través de un par de sabuesos agrios y atormentados: los prefectos Agustín y Carlos. Y nuestras lindísimas madres acudían a esas juntas a escuchar lo mal que nos portábamos, lo desobligados que éramos, recriminándonos con la mirada cuando oían esas quejas, diciéndonos sin pronunciar palabra que orita en la casa nos iba ir como en feria.

¿Por qué a uno lo identificaba el apellido? ¿A qué hora el apellido se sobrepuso al nombre que tanto costó decidir al llevarnos en brazos al registro civil de Tacuba, donde el Juez Quintil Martínez firmó casi todas las actas de los nacidos en 1975? La línea entre tu apellido y un sobrenombre era delgada y fácil de romper. Si un trabajo no remunerado tenías, era el de Repartidor de Apodos Gratis a Domicilio. Esa protuberancia o ese rasgo fuera de sincronía en tu rostro te estigmatizaba de por vida. En la secundaria se desarrolla a niveles de refinamiento exquisito ese oficio tan chilango de poner apodos: dardos afilados que a todos pincharon.

Capitalinos crecidos entre multitudes, fue maravilloso jugar al básquetbol-caos, debiendo esquivar a los jugadores de los otros tres o cuatro partidos que se disputaban en la misma cancha al mismo tiempo. De agradecerse fue que no nos endilgarán el fútbol, ese deporte artificialmente arraigado en México por los negocios multimillonarios de la televisión. No nos importaba que Zárate, nuestro maestro de deportes, fumara como chacuaco: él nos enseñó los rudimentos del atletismo y la disciplina del lanzamiento de jabalina, que los guerreros griegos inventaron en su tiempo de ocio cuando asediaban Troya, sin imaginar que esa lanza de roble iba a ser de palo de escoba y gomas de patas de silla a los extremos, no fuera que descontáramos a alguien.

En una tarde lluviosa repartieron las utilidades y mi padre me cito afuera de la fábrica de tornillos donde trabajaba, a las orillas de la vía del tren en San Bartolo Naucalpan, y me llevo a Tepito a comprarme esos Converse de antología, de piel nívea, con los cortes y las costuras perfectas, listos para tocar el cielo de una duela de básquet. Los mire toda la noche ansiando estrenarlos por la mañana con la imaginaria música “Así habló Zaratustra” de Richard Strauss como transfondo. Nunca pude llevarlos a una duela de madera fina, sino al asfalto rasposo del patio de la escuela, lo cual resistieron heroicamente. Y mi madre, con su antigua máquina de pedal Phillips, completó el ajuar con un retazo de tela blanca transformado en playera con el cuello exacto y justo, pues la que te vendían tenía un cuello V que te llegaba hasta el ombligo.

Bellísimas fueron esas tardes soleadas cuando acompañaba a mi Princesa Elizabeth de regreso a casa; que iba en otro grupo pero no había problema porque a mi me encantaban sus ojos y su piel; que vivía en la colonia más recóndita de Naucalpan pero tampoco importaba porque yo regresaba caminando a la mía. Nos íbamos en el camión guajolotero de la ruta Cañada-Mancha que salía del Toreo, esperando en el andén ser los primeros en subirnos para ganar el asiento del rincón, el más apartado de las miradas. Al bajar, si nos sobraba dinero, comprábamos en el mercado de puestos de lámina de La Mancha ese esquimo riquísimo como nunca he probado otro en mi vida, porque además del coco o la vainilla contenía el ingrediente extra del amor, el más puro y noble que es capaz de sentir un adolescente feliz.

martes, 22 de junio de 2010

MONSIVÁIS, EL SUB Y LA HUELGA DE LA UNAM

Por Ernesto Armendáriz Ramírez


La huelga estudiantil de la UNAM en 1999 fue una experiencia hostil. En los pasillos y áulas de la Facultad de Ciencias Políticas, los ánimos estaban a flor de piel y el ala ultra era particularmente belicosa. Claro, siendo adversario de la ultra, uno no se amedrentaba, y decir éramos un corderito pues tampoco, pero nunca pisamos los extremos. Y es que la ultra desplegó todo un catálogo de practicas estalinistas: expulsión de compañeros por el sólo hecho de disentir políticamente, acusaciones de traición y escarmientos públicos. Hubo, por supuesto, violencia física: un Consejero Universitario estudiante de la Escuela de Trabajo Social fue salvajemente agredido, y su foto en la prensa mostró un rostro colmado de lesiones y hematomas. El mayor extremo ocurrió precisamente en Ciencias Políticas: el sector ultra sometió a varios funcionarios en la explanada durante varias horas, les quitaron la ropa y los hicieron ponerse de cuclillas en fila india. Eran los niños del Señor de las Moscas y su isla el campus de la UNAM.

Esta violencia ya la habíamos previsto quienes también luchábamos contra las cuotas. Advertíamos que la ultra tenía información privilegiada, intuíamos que alguien los ayudaba, trabajábamos con la certeza de enfrentar no a los ultras, sino a Ernesto Zedillo manipulando ese bloque estudiantil. Había detalles que nos llamaban la atención: en 1999 los célulares eran caros y escasos, y algunos ultras los utilizaban pródigamente; otro dato: en las marchas, los ultras gustaban llevar banderas del PRD para quemarlas frente a la prensa, algo fuera de contexto. No estábamos tan equivocados: el periodista Jaime Avilés reveló el encuentro de Adolfo Orive, funcionario de la Secretaria de Gobernación y principal estratega contrainsurgente en Chiapas, con Víctor Plata, cabeza visible de los organismos estudiantiles ultras. Gobernación tenía pues las manos metidas en el conflicto, si no con todos, sí con algunos sectores de la ultra.

Quienes nos oponíamos a las cuotas con otros métodos y otro discurso, estábamos en desventaja. Para desprestigiarnos, comenzaron a acuñar un término que siempre me ha resultado deleznable: los moderados. Con la certeza de actuar con toda justicia y razón, por supuesto no dudamos en señalar el estalinismo de izquierda practicado por la ultra y alentado desde Bucareli, a pesar de obtener motes despectivos.

En ese contexto, llegó un comunicado desde las montañas del sureste mexicano, firmado por el Subcomandante Marcos. Para comprender la magnitud y peso real del comunicado, es importante recordar que en ese momento Marcos lo era todo y lo que le sigue: figura emblemática, ídolo, gurú, y si no fuera por Eric Clapton, Dios. A Marcos no se le admiraba, se le oraba y rezaba, tomar el periódico para leerlo era la experiencia religiosa del momento. Con esa enorme autoridad moral su sombra era avasalladora y colmaba todo el espectro de tus ideales. Era el inobjetable, el irrefutable, el dime lo que quieras, yo te creo.

El comunicado de Marcos fue demoledor: que la ultra era un dechado de congruencia, que los moderados éramos los hijos adoptivos de la nefasta Rosario Robles y que en consecuencia valíamos un cacahuate. El texto mermó los ánimos, rompió confianzas, destruyó ideales y reposicionó las fuerzas al interior del movimiento a favor del estalinismo. Era una desazón muy grande, pues siendo blanco de sus ataques éramos al mismo tiempo sus seguidores y de los más comprometidos. Recolectamos kilos de frijol y arroz para las caravanas, pegamos sus pósters en las calles, repartimos miles de volantes, fuimos a apoyarlos a Chiapas en las convenciones y campamentos: difundíamos su causa en cuanto lugar y hora podíamos. ¿Cómo decirle al Subcomandante Marcos que estaba equivocado? ¿Cómo refutarle su verdad? No teníamos más que la impotencia en las manos.

Por eso es importantísimo recordar el valor de la pluma de Carlos Monsiváis, pues fue él quien se encargo de hacer pomada la postura errada del Subcomandante. Fue ese Monsiváis que hoy todos elogian y recuerdan, quien con un artículo de opinión nos arropó y nos restituyó la certeza de que nuestros planteamientos, contrarios al estalinismo, eran pertinentes y válidos, fue él quien exhibió la falta de información del Subcomandante y quien, desde la trinchera misma de la izquierda, esclareció como ningún otro la intransigencia, el autoritarismo, la intolerancia y el dogmatismo de esa legítima huelga estudiantil hegemonizada a fuerza de imposiciones. Monsiváis llegó como el hermano mayor que en el barrio cae del cielo oportunamente para defenderte de los grandulones que te están dando de patadas. Al Subcomandante Marcos lo sigo respetando muchísimo. Creo que han sido más sus aciertos que sus yerros. Pero a la hora de señalar sus desatinos, nadie lo pudo hacer mejor que el propio Monsiváis.


“De la búsqueda belicosa del Nada” se publico el 19 de octubre de 1999 en La Jornada, y desde que salió esa mañana, leí y releí cantidad de veces dicho artículo. Es un garbanzo de a libra que muestra la agudeza deliberativa en materia política del maestro Monsiváis. Cuando Cervantes, a través de Don Quijote, dijo que Demóstenes y Cicerón eran los mayores retóricos del mundo, no imagino que ibamos a trazar el paralelismo al colocar a Monsiváis dentro de los mayores de México. Lo vuelvo a sugerir y recomendar: con su muerte, el mejor homenaje es leer y releer al Master de Monsiváis.

martes, 19 de enero de 2010

YO NUNCA VI TELEVISIÓN: MIS COVERS FAVORITOS CONTINÚAN

Por Neto Ramone

A partir de que las películas animadas gringas descubrieron en la niñez un enorme mercado que genera millones de dólares, el consumo cultural de la infancia latinoamericana ha estado sometido a los dictados hollywoodenses. Los adornos de las recámaras de los niños, sus ropas, sus mochilas escolares y sus juguetes estan completamente saturados de la estética Hollywood, y como dijera el revolucionario Fidel Castro Ruz: los niños de México conocen más a Michey Mouse que a Benito Juárez.

El peor síntoma visual de esta dependencia cultural infantil es, a mi parecer, las bardas de los jardínes de niños de la Ciudad de México, casi todas pintadas con algún personaje de película de Hollywood. Los dibujos suelen ser pésimos: el rotulista se avienta la chamba de dibujante y el resultado es una figura amorfa que discrepa frontalmente con su original. Aunque la educación preescolar es obligatoria, los útimos dos nefastos presidentes panistas han sido incapaces de crear dichos centros educativos en número suficiente, y han dejado que proliferen los "kinder" patito en cuanta casucha inadecuada se le pueda ocurrir a alguien. Así, nuestros pequeños salen al recreo en lo que originalmente era una cochera para un sólo auto, y toman su clase en lo que alguien penso sería la sala o el comedor. Las "Misses", pues así se hacen llamar las acomplejadas educadoras ataviadas con batas de cuadritos, reproducen de la peor forma esta dependencia cultural al someter a nuestros vástagos a ese bombardeo homogéneo de imágenes gringas. En el colmo, todos presumen enseñar inglés como la panacea educativa de tus hijos.

Por fortuna, nuevos aires han llegado para despejar un poco la nata de esmog hollywoodense. Así como estos días de enero no sólo se han caracterizado por los frentes fríos, sino por poderosas corrientes que desplazaron la suciedad del aire en la Ciudad de México, permitiéndonos disfrutar de la hermosisíma vista de los volcanes, ambos enormes y niveos por tan densa y espesa capa de nieve limpísima, así aparece otra poderosa corriente de aire, ésta proveniente de la última punta de nuestro continente: de los hermanos chilenos, creadores de ese loable programa infantil televisivo de títeres llamado "31 Minutos", transmitido en México por Canal 11.

Aunque Plaza Sésamo representó originalmente una buena propuesta para la infancia por mostrar un poco la vida de los barrios neoyorquinos, su versión mexicana se vió mermada en su calidad por la metida de narices de la gente de Televisa, que como siempre, lo hechan todo a perder. Lo que toca Televisa, se pudre, y esos viejos muñecos de Plaza Sésamo se han visto rebasados por una visión lationamericana: 31 Minutos. El mayor mérito de 31 Minutos es, sin lugar a dudas, que sus personajes son contradictorios y defectuosos, tal como son las personas de carne y hueso. Su diseño austero (un manojo de estambre, un calcetín con unos googles) y sus diálogos irreverentes son maravillosos.

Como anexo a "Los Covers que más me gustan", no dejo de celebrar la aparición del disco "Yo nunca vi televisión", donde una serie de grupos de rock mexicanos hacen covers de la música original de 31 Minutos. Aunque alguien ya dijo, acertadamente, que las versiones de Lafourcade y Sariñana son aburridísimas, en general el álbum es muy bueno. Belanova, de Guanatos, le imprime muy buen sello a su versión de "Yo nunca vi televisión", así como el cover del Café Tacubo Tepetokio, que hace de "La Regla Primordial" una rola digna de aprenderse de memoria, para irla cantando a dúo con mi bonita Andrea y mi pequeña Arantxa. Los Bunkers hacen también muy buena su versión de "Mi equilibrio espiritual", esa comiquísima rola con su videoclip igualmente insuperable al presentar a un clon de Lenny Kravitz . Maria Daniela y su Sonido Lasser hacen también un excelente trabajo con "Mi muñeca me hablo", y no dejo de poner y poner la de "Guantecillo", pero en privado, pues no puedo reprimir mi impulso de bailar como un descocado cuando escucho esa vocecilla pegajosa de sintetizador de los años setenta.

Y ya que hablamos de chilenos, por favor, no dejen de ver el videoclip de "Una nube cuelga sobre mí", de los Bunkers, no incluida en el disco de referencia. Tanto los personajes de 31 Minutos como los Bunkers se combinan de manera inmejorable, dandole de paso una cachetadita con guante blanco a esos "rockeros" gringos de los ochentas que se hacían "crepe" en el fleco, vestían lycras de leopardo y se ponían valerinas en la frente ¡mil veces mejor el Charly Montana, ese Alfonso Zayas del rock mexicano!

miércoles, 20 de mayo de 2009

ADIÓS A MI GATO JAZZ

Por Neto Ramone

Nunca planeamos tener un gato. Pero un día fuimos al lejanísimo barrio de Marú, la mayor de todas mis hermanas, allá por Coacalco, y su gata acababa de parir seis o siete pequeños gatitos. Andrea se volvió loca al verlos y se aferró a uno: lo nombramos Jazz, y nos lo trajimos a vivir acá en Xochimilco.

El Jazz era de esos 2 gatos que confirman la regla de “8 de cada 10 gatos prefieren Wiskas”, pues él siempre prefirió la Gatina, para nuestro beneplácito más barata. Fue un gato limpísimo: siempre le echaba tierrita a sus heces y a sus orines.

Se rifo muy buenos tiros con otros gatos del arrabal. Nada más escuchábamos las batallas que se aventaba en la noche en el jardín de la casa, defendiendo su territorio y su plato de croquetas. El Jazz era un gato valiente: se subía a la azotea donde está El Manchas, un Boxer con cara de pocos amigos, y lo enfrentaba con su mirada retadora y ese ruidito que hacen para espantar al enemigo. Al Piki, un viejo pato que también ya falleció, se lo traía asoleado: jugaba a atacarlo y lo ponía todo nervioso. Lo regañe un par de veces: no me gustaba que atrapara y matara lagartijas, esos dinosaurios en miniatura que viven en las contrabardas de las casas.

Entre los truenos, una tira de arbustos decorativos que tenemos en el jardín, se agazapaba y de pronto salía a toda velocidad como para atacarte. Se creía un leoncito en la sabana africana. Era, parafraseando a Borges, la obra de Dios para que pudiéramos tener un tigre en nuestras manos.

Alguna vieja bruja de la cuadra nos lo envenenó por la mañana. Le quise provocar el vómito pero todo fue inútil: tenía dibujada la muerte en su carita peluda. Justo cuando falleció, el Manchas percibió su partida y también lo lloro con un quejido perruno. Al Jazz siempre le gustaba ir al tronco de la bugambilia y limar ahí sus garras. Al pie de esa bugambilia lo enterramos en la tarde de hoy bajo una llovizna pertinaz. Andrea y Arantxa lloraron desconsoladas…

Jazz: de seguro estás ahorita en el cielo de los gatos más picudos. Cada dos de noviembre, cuando nos visites el día de muertos, ten la seguridad que tendremos en la ofrenda un abundante plato de Gatina, para que te la refines a gusto. Gracias por habernos acompañado queridísimo gato Jazz, fuiste bien alivianado…