jueves, 5 de agosto de 2010

UN ADOLESCENTE EN LA PENSIL


Por Ernesto Armendáriz Ramírez

Todos los días a las 6:30 de la mañana, junto a obreros y empleados, cientos de adolescentes, ateridos de frío, cruzábamos del Estado de México al Distrito Federal a través de la falsa garita del Toreo de Cuatro Caminos, hoy en día demolido.

Imaginen cómo estaba de destruida la infraestructura educativa en los municipios conurbados al D.F. a finales de los ochentas, que nuestras madres y padres, en esa búsqueda innata por darle lo mejor a sus vástagos, nos inscribían en la Secundaria Técnica No. 26, ubicada en Lago Ness, en el corazón de la colonia Pensil, barrio bravo y charanguero vecino de Tacuba, con su eterna fama de colonia ruda por las viejas historias delincuenciales de la calle Casa Amarilla.

La violencia no sólo era la elemental que se da en todas las escuelas secundarias, con pleitos a la salida. La violencia iba más allá: ¿Por qué nadie le advirtió a Bernabé que era un riesgo cargar con esa grabadora enorme de doble bocina y doble casetera para que la arreglara el maestro de electrónica? Dos fulanos lo esperaron a la salida y, en plena puerta de la secundaria, Bernabé fue golpeado a puñetazos en el rostro y el pecho para que soltara esa grabadora que, extraordinariamente, siempre aferró con sus manos. ¿Por qué todos los que estábamos a su alrededor no le ayudamos? Porque estábamos muertos de miedo, paralizados ante la exhibición de violencia contra un niño de 13 años. Había que convivir con esta violencia del barrio y caminar en bola era la mejor defensa.

Pero nunca ese temor a que te robaran el pasaje, los tenis o la chamarra fue lo suficientemente grande como para suprimir las carcajadas, ser burlón como estilo de vida, tener talento para poner apodos exitosos que circulaban a la velocidad de la luz, el jugar infatigablemente básquetbol, la magia del enamoramiento y el descubrimiento de la mujer. Pues si hay una etapa alegre, ésa es la adolescencia; aún con todo un contexto socioeconómico en contra, éramos una bola de mozalbetes sanos y felices, enamorados y dicharacheros: cábulas hasta el tuétano.

Orgullosos “cucarachos” por nuestro suéter café, siempre fue explícito nuestro desprecio por las secundarias diurnas colmadas de “nopales”, esos seres tristes y ópacos de suéter verde (supongo que ellos opinaban lo mismo de nosotros). En la Avenida México-Tacuba, muy cerca del Metro Normal, está un pequeño local de uniformes marca “El General”, a donde nuestras abnegadas madres nos llevaron, seguramente después de ahorrar bajo el colchón, para comprarnos nuestra chazarilla y aquel suéter cuyo olor a tela nueva aún retengo en la memoria.

Para las pintas, fue un regalo de la vida tener a dos estaciones de metro el parque más grande de todo el Distrito Federal: Chapultepec. Empaparte en las fuentes era inevitable, pero que te tiraran al lago era una verdadera pesadilla. El agua estancada y verdosa producía un apeste insoportable cuando la ropa se secaba. Y ahí tienen al Calambres, víctima de una caída en las lanchas, oliendo a charco de agua podrida en medio de un camión atestado, con el calor de las dos de la tarde y la risa despiadada de docenas de escolapios adolescentes.

La música salsa impregnaba el ambiente de la Pensil, y mientras se oía “El gran barón” o “La chica del pelo marrón”, la Trabajadora Social de la escuela, fiel a su rol histórico de malvada que le tocó representar en la vida, apodada la Borrega por sus párpados caídos y sus bucles de rubio hechizo, te mandaba reprimir a través de un par de sabuesos agrios y atormentados: los prefectos Agustín y Carlos. Y nuestras lindísimas madres acudían a esas juntas a escuchar lo mal que nos portábamos, lo desobligados que éramos, recriminándonos con la mirada cuando oían esas quejas, diciéndonos sin pronunciar palabra que orita en la casa nos iba ir como en feria.

¿Por qué a uno lo identificaba el apellido? ¿A qué hora el apellido se sobrepuso al nombre que tanto costó decidir al llevarnos en brazos al registro civil de Tacuba, donde el Juez Quintil Martínez firmó casi todas las actas de los nacidos en 1975? La línea entre tu apellido y un sobrenombre era delgada y fácil de romper. Si un trabajo no remunerado tenías, era el de Repartidor de Apodos Gratis a Domicilio. Esa protuberancia o ese rasgo fuera de sincronía en tu rostro te estigmatizaba de por vida. En la secundaria se desarrolla a niveles de refinamiento exquisito ese oficio tan chilango de poner apodos: dardos afilados que a todos pincharon.

Capitalinos crecidos entre multitudes, fue maravilloso jugar al básquetbol-caos, debiendo esquivar a los jugadores de los otros tres o cuatro partidos que se disputaban en la misma cancha al mismo tiempo. De agradecerse fue que no nos endilgarán el fútbol, ese deporte artificialmente arraigado en México por los negocios multimillonarios de la televisión. No nos importaba que Zárate, nuestro maestro de deportes, fumara como chacuaco: él nos enseñó los rudimentos del atletismo y la disciplina del lanzamiento de jabalina, que los guerreros griegos inventaron en su tiempo de ocio cuando asediaban Troya, sin imaginar que esa lanza de roble iba a ser de palo de escoba y gomas de patas de silla a los extremos, no fuera que descontáramos a alguien.

En una tarde lluviosa repartieron las utilidades y mi padre me cito afuera de la fábrica de tornillos donde trabajaba, a las orillas de la vía del tren en San Bartolo Naucalpan, y me llevo a Tepito a comprarme esos Converse de antología, de piel nívea, con los cortes y las costuras perfectas, listos para tocar el cielo de una duela de básquet. Los mire toda la noche ansiando estrenarlos por la mañana con la imaginaria música “Así habló Zaratustra” de Richard Strauss como transfondo. Nunca pude llevarlos a una duela de madera fina, sino al asfalto rasposo del patio de la escuela, lo cual resistieron heroicamente. Y mi madre, con su antigua máquina de pedal Phillips, completó el ajuar con un retazo de tela blanca transformado en playera con el cuello exacto y justo, pues la que te vendían tenía un cuello V que te llegaba hasta el ombligo.

Bellísimas fueron esas tardes soleadas cuando acompañaba a mi Princesa Elizabeth de regreso a casa; que iba en otro grupo pero no había problema porque a mi me encantaban sus ojos y su piel; que vivía en la colonia más recóndita de Naucalpan pero tampoco importaba porque yo regresaba caminando a la mía. Nos íbamos en el camión guajolotero de la ruta Cañada-Mancha que salía del Toreo, esperando en el andén ser los primeros en subirnos para ganar el asiento del rincón, el más apartado de las miradas. Al bajar, si nos sobraba dinero, comprábamos en el mercado de puestos de lámina de La Mancha ese esquimo riquísimo como nunca he probado otro en mi vida, porque además del coco o la vainilla contenía el ingrediente extra del amor, el más puro y noble que es capaz de sentir un adolescente feliz.